Días pasados, la Comisión Europea confirmó lo que todo el mundo
sospechaba: las economías que ese institución examina se están
contrayendo, no creciendo. Todavía no es una recesión oficial, pero la
única duda que existe es conocer lo profunda que será la depresión.
Y esta depresión está afectando a países que nunca llegaron a
recuperarse de la última recesión. A pesar de todos los problemas de
Estados Unidos, su producto interior bruto ha superado por fin su máximo
anterior a la crisis; el de Europa no lo ha hecho. Y el grado de dolor
que algunas naciones están experimentando es similar al de la Gran
Depresión: Grecia e Irlanda han sufrido caídas de dos dígitos en su
nivel de actividad, España registra una tasa de desocupación del 23%, y
la depresión de Reino Unido ya dura más tiempo que la que vivió en la
década de los treinta del siglo pasado.
Y lo que es peor, los líderes -y unos cuantos actores influyentes-
europeos siguen casados con la doctrina económica responsable de este
desastre.
Porque la situación económica no tenía por qué estar así de mal. Grecia
habría tenido serios problemas independientemente de las decisiones
políticas que se tomaran, y lo mismo habría ocurrido aunque en menor
grado, en el caso de otros países de la periferia de Europa. Pero los
problemas han empeorado mucho más de lo necesario por la forma en que
los líderes europeos, y más en general la élite política, sustituyeron
los análisis objetivos por los sermones, y las lecciones de la historia
por quimeras.
Más concretamente, a principios de 2010, la economía de la austeridad
-es decir, la insistencia en que los Gobiernos debían recortar el gasto
pese al elevado desempleo- hizo furor en las capitales europeas. La
doctrina afirmaba que los efectos negativos directos que las reducciones
del gasto tendrían para el desempleo se verían contrarrestados por los
cambios en la confianza, que los recortes salvajes del gasto público
llevarían a un aumento repentino del gasto en consumo y de las empresas,
mientras que los países que no efectuaran los recortes enfrentaría
fugas de capitales y unos tipos de interés por las nubes. Si esto les
sugiere algo que Herbert Hoover podría haber dicho, están en lo cierto:
lo parece y lo dijo.
Ahora ya tenemos los resultados, y son exactamente lo que tres
generaciones de análisis económicos y todas las lecciones de la historia
nos deberían haber dicho que pasaría. El hada de la confianza no ha
hecho acto de presencia: ninguno de los países que están recortando el
gasto público ha visto el desarrollo del sector privado que habían
pronosticado. En vez de eso, los efectos depresivos de la austeridad
fiscal se han visto reforzados por la caída del gasto privado.
Es más, los mercados de bonos siguen negándose a cooperar. Hasta los
pupilos aventajados de la austeridad, países como Portugal e Irlanda que
han hecho todo lo que se les ha exigido, siguen enfrentándose a unos
costos de financiación por las nubes. ¿Por qué? Porque las reducciones
del gasto han deprimido profundamente sus economías, debilitando sus
bases imponibles hasta un punto tal que la relación deuda/PIB, el
indicador habitual de progreso fiscal, está empeorando en lugar de
mejorar.
Mientras tanto, los países que no se subieron al tren de la austeridad
-Japón y Estados Unidos en particular- siguen teniendo unos costos de
financiación muy bajos, desafiando los nefastos pronósticos de los
halcones fiscales.
Claro que no todo ha salido mal. A finales del año pasado, los costos
del financiamiento español e italiano se dispararon, amenazando con una
catástrofe financiera global. Ahora esos costos han descendido, entre
suspiros de alivio general. Pero esta buena noticia era de hecho un
triunfo de la anti austeridad: Mario Draghi, el nuevo presidente del
Banco Central Europeo, hizo caso omiso de los aprensivos de la inflación
y urdió una gran expansión del crédito, que es justamente lo que hacía
falta.
Entonces, ¿qué será necesario para convencer de su error a la camarilla
del dolor, la gente que a ambos lados del Atlántico insiste en que
podemos volver a la prosperidad sobre la base de recortes?
Al fin y al cabo, los sospechosos de siempre se apresuraron a declarar
muerta para siempre la idea del estímulo fiscal después de que los
esfuerzos del presidente Barack Obama no tuvieran como resultado una
rápida caída del desempleo, a pesar de que muchos economistas
advirtieron de antemano que el estímulo era demasiado pequeño. Pero, que
yo sepa, la austeridad sigue considerándose responsable y necesaria a
pesar de su estrepitoso fracaso en la práctica.
La cuestión es que verdaderamente podríamos hacer mucho para ayudar a
nuestras economías si sencillamente diéramos marcha atrás a la
destructiva austeridad de los dos últimos años. Esto es cierto incluso
en Estados Unidos, que ha evitado la austeridad a gran escala en el
plano federal, pero que ha visto grandes recortes en el nivel del gasto y
el empleo en los planos estatal y local.
¿Recuerdan todo el alboroto sobre si había suficientes proyectos listos
para arrancar para hacer viables los estímulos a gran escala? Bueno,
olvídenlo: todo lo que el Gobierno federal necesita hacer para dar a la
economía un buen empujón es proporcionar ayuda a los Gobiernos de menor
nivel, permitiendo que esos Gobiernos vuelvan a contratar a los
centenares de miles de profesores que han despedido y reanuden los
proyectos de construcción y mantenimiento que han cancelado.
Entiendo por qué la gente influyente es reacia a reconocer que las ideas
políticas que creían que reflejaban una profunda sabiduría son en la
práctica un completo y destructivo disparate. Pero es hora de dejar
atrás las creencias imaginarias sobre las virtudes de la austeridad en
una economía deprimida. THE NEW YORK TIMES
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