Después de maratónicas reuniones, finalmente la segunda refinanciación
de la deuda griega fue aprobada por las autoridades de la Troika
integrada por la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo
Monetario Internacional (FMI). Su estructura básica se apoya en un
programa de 130.000 millones de euros, cuyo componente fundamental es
una rebaja nominal de su deuda soberana del 53,5 por ciento y por parte
de las autoridades griegas la instrumentación de una serie de ajustes
fiscales y de reformas estructurales con el objetivo de lograr un
superávit primario (antes del pago de intereses) del 4,5 por ciento para
el 2014. En grado menor la Unión Europea y el FMI harían aportes, aún
no bien definidos los de cada institución, pero que no superarían los
30.000 millones de euros.
Toda esta batería de medidas apunta a restaurar el crecimiento de la
economía griega, estabilizar su relación deuda/producto bruto en 120%
para al año 2020, y lograr como fin último su permanencia en el marco de
la Unión Europea.
El desguace de lo acontecido y sus resultados más probables no permiten
ser optimista sobre el futuro. Quizás, aunque ahora se lo niegue, esta
es otra refinanciación que corre la arruga pero que no resuelve los
temas de fondo, tanto en Grecia como en el funcionamiento del propio
espacio europeo.
DESAFÍOS GRIEGOS. Como muestra la experiencia, el resultado final de las
reestructuras de deuda depende fundamentalmente del comportamiento de
la tasa de crecimiento y la evolución del tipo de cambio real. El
programa en curso propone, y necesita, llevar su tasa de crecimiento a
un nivel superior al 2,5 por ciento anual a partir del 2014, (-1,5 por
ciento en 2012) para hacer descender los niveles actuales de
endeudamiento al 120 por ciento del producto. Para ello se necesita
aumentar su competitividad. Eso implica la difícil alternativa de
mejorar su tipo de cambio real mediante una devaluación doméstica,
sucedáneo de una devaluación nominal vedada, por su pertenencia al euro.
Pero devaluación doméstica implica rebaja nominal del gasto corriente,
en particular sueldos y pensiones. Y en el caso de Grecia, se requiere
una rebaja estimada del 30 por ciento. La dimensión política de una
acción de esa envergadura de índole permanente, hasta tanto la economía
despegue con vigor, pone en jaque a cualquier administración.
Aun suponiendo que las autoridades griegas puedan soportar la presión de
tal política, la reestructura de la deuda implica necesariamente que no
podrá acceder a los mercados de capital voluntarios por el resto de la
década. El sector privado estará renuente a refinanciarla, ya que la
nueva deuda será subordinada (junior) a los créditos otorgados por los
organismos de la Unidad Europea y el FMI.
En definitiva, el financiamiento de su balanza de pagos dependerá de los
aportes comunitarios o el FMI en sumas que van hasta los 130 mil
millones de euros durante el lapso 2012-2017.
Pero el golpe de gracia a la viabilidad del programa, lo ha dado un
documento que analiza la sostenibilidad de su deuda y los riesgos
inherentes filtrado por el Financial Times y preparado, con toda
seguridad, dado su estilo y redacción, por el FMI.
Desde el arranque señala que el programa tiene un fuerte sesgo hacia la
inviabilidad por razones diversas. Una sola frase de por sí es
elocuente. "Las autoridades griegas puede que no sean capaces de
instrumentar las reformas estructurales necesarias y los ajustes de
política proyectados en el programa", para continuar señalando que si la
economía griega solo crece a una tasa del 1,5 por ciento anual la
relación deuda producto en el 2020 será del 160 por ciento y requerirá
más recursos. Por otro lado, la recapitalización de los bancos griegos,
proyectada inicialmente en 30.000 millones de euros, en realidad
asciende a 50.000 millones de euros, dado los supuestos optimistas
utilizados.
La realidad es que la economía griega ha resuelto, para algunos
parcialmente, sus problemas actuales de financiamiento de la balanza de
pagos. Pero una mirada hacia el futuro muestra que las proyecciones de
financiamiento de su sector privado para crecer necesitan de recursos
equivalentes al 5 por ciento del producto. Y sobre quién lo bancará no
hay explicación coherente. La inversión directa o crédito externo no
dirán presente; las privatizaciones, si tienen lugar, serán de poca
monta, y el ahorro doméstico es insuficiente.
Por tanto estaríamos en presencia de un programa diseñado mirando el espejo retrovisor.
Pero la verdadera pregunta es saber la alternativa. Muy probablemente la
economía europea se sumergiría en episodios de cesaciones de pagos
desorganizadas, que irradiarían contagio y harían inmanejable la
situación.
De todas formas, el caso griego, bien o mal resuelto, es solo un paso
que antecede al de otros países como Portugal o Irlanda, por no hablar
de España, que también necesitan de ajustes y programas de ayuda para
reencauzar su crecimiento.
POLÍTICA COMUNITARIA. Sin quererlo, la Unidad Europea en la resolución
de su crisis reciente fue llevada a formas inéditas de actuar que
derivaron en una impronta de hacer política supranacional. Esa postura,
justificada en la preservación del espacio comunitario, interfirió
directa o indirectamente en la política doméstica alterando ciclos
políticos, propiciando el cambio de primeros ministros o gobiernos, y
culminando con Grecia. En este caso, no tan solo hubo cambio de
autoridades, sino que la Unidad Europea le impone a los gobiernos el
cumplimiento de acciones previas a cumplir antes de fin de mes para
aprobarle el programa, y además la instalación de un grupo para
monitorear el cumplimiento del programa que enmarca la refinanciación.
Sin duda todos estos aspectos confluyen en un estado de tensiones
inéditas desde que tuvo vida la Unión Europea a partir del Tratado de
Roma de 1957, y cuyas consecuencias políticas, que las habrá, aún es
prematuro aquilatar. Hay ya quienes dicen que algunos recelan del
liderazgo natural que adquirió Alemania, pero que todos lo aceptan a
cuenta de que necesitan sus recursos y su vigor como imagen de la gran
Europa.
También corresponde recordar que el Tratado de Maastrich, que dio lugar a
la Unión Monetaria fue aprobado en Francia por referéndum con un magro
50,9 por ciento y en otros países como el Reino Unido o Dinamarca
rechazado. Al respecto, candidatos presidenciales socialistas como el
francés, con altas probabilidades de ganar las elecciones, ya han
anunciado que someterán a consulta popular cambios propuestos referidos a
otorgarle control supranacional a la política fiscal. Su argumento es
que juega en contra del crecimiento y el empleo.
Si eso es así, de ahora en más se corre el riesgo de que haya una
asociación entre "desiguales", donde el espacio europeo estará
encaramado sobre la impronta económica y política de un país líder y
algún aliado inmediato. El resto funcionará como una periferia sujeta a
reglas, cuyo incentivo de pertenencia es evitar los riesgos de vivir a
la intemperie en un continente sumamente balcanizado, pero cada cual
tratando de encontrar la flexibilidad posible para acomodar su realidad
macroeconómica.
En definitiva, una fuente permanente de incubar crisis e irradiar inestabilidad a nivel global.
CONCLUSIÓN. Sin duda, el programa ha descomprimido la situación europea pero no ha despejado los riesgos.
Se ha entrado en una nueva fase, donde programas como el recientemente
aprobado para Grecia, requerirán de ajustes permanentes tensionando las
relaciones intraeuropeas.
Eso modificará el funcionamiento de la Unión Europea, lo cual a pensar
de lo que se diga, habrá algún país tentado de buscar una salida al
cerrojo que le aplica la Unidad Monetaria y por ende su pertenencia al
euro.
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